El siguiente planeta al que llegó el Principito le pareció, sin lugar a dudas, el más hermoso: un amplio río se retorcía entre colinas cubiertas de maleza, flores silvestres y unos curiosos árboles que el Principito no había visto nunca y que no se parecían en nada a los baobabs. Pero dos misteriosas serpientes metálicas que cruzaban el suelo, semiocultas entre la broza, llamaron su atención. Un guardavía con uniforme azul marino observaba con aire aburrido las traviesas podridas, apoyado contra una caseta de piedra. “ADUANA”, rezaban las letras difuminadas por el tiempo. Se sobresaltó al ver al Principito, y se apresuró a recolocarse la gorra.
-Buenos días. Me gusta su silbato.- saludó el Principito.
-Bom dia. Bienvenido a la Vía que Traía Vida –comprimentou solemnemente el hombrecillo.
-¿Qué es este camino de hierro?
El guardavía bajó la cabeza. A su lado, un tornillo se desprendió del cambio de agujas y cayó al suelo con un melancólico sonido metálico.
-Por aquí pasaba un tren. En él viajaban personas, palabras y hasta café. ¿Te imaginas? Esto era un paraíso de vida y metal. Una raya que no dividía. Unía los pueblos y los amigos, llevaba a la gente a casa…
- Una vez conocí a un guardagujas que me enseñó unos trenes que iban demasiado rápido… No lo entendí bien. Y un amigo mío tenía algo parecido a un tren que volaba. Pero estaba estropeado.
-Este no se estropeó… Un día alguien de arriba decidió que ya no le servía. Ahora, hace 125 años que estoy solo con los raíles oxidados, y no podré impedir que la vía desaparezca entre la hojarasca del olvido.
El Principito lo había entendido. Sentía lástima del nostálgico guardavía y de la vía que no tenía tren. Se acordó entonces de su rosa.
- ¿Sabe? En mi planeta hay una rosa que también es muy especial… Ahora está sola, pero pronto volveré con ella. Esta vía es casi tan bonita como mi rosa. Estoy seguro de que alguien se acuerda todavía del camino de hierro.
El Principito se alejó, siguiendo el carril, y se adentró un túnel que parecía absorber la luz.