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Papel mojado

Desde el momento en que la propia Constitución Española recoge que todos somos iguales ante la Ley, pero esta no trata igual al gran defraudador que al robagallinas, según declaraciones el mismísimo Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, podemos pensar que muchas veces ésta (la Ley) no es más que papel mojado.



Por ello no nos causa sorpresa comprobar cómo la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, ya desde su Preámbulo, recoge obligaciones fundamentales sobre los bienes que la integran que, en realidad, no se cumplen.

Y eso a pesar de considerar que el Patrimonio Histórico Español es, ¡nada menos!, el principal testigo de la Contribución histórica de los españoles a la civilización universal. La protección y el enriquecimiento de los bienes que lo integran constituyen, asegura, obligaciones fundamentales que vinculan a todos los poderes públicos.

En el seno del Patrimonio Histórico Español, y al objeto de otorgar una mayor protección y tutela, adquiere un valor singular la categoría de Bienes de Interés Cultural, que es la que nos interesa ahora.

Y la Ley dispone de fórmulas y normas para la defensa de ese Patrimonio Histórico, no sólo prohibiendo o limitando determinadas acciones o usos, sino a partir de disposiciones que estimulen a su conservación y, en consecuencia, permitan su disfrute y faciliten su acrecentamiento.

Y estipula, además de un conjunto de medidas tributarias y fiscales, una política que complemente la acción vigilante con el estímulo educativo, técnico y financiero, en el convencimiento de que el Patrimonio Histórico se acrecienta y se defiende mejor cuanto más lo estiman las personas que conviven con él, pero también cuantas más ayudas se establezcan para atenderlo.

Y atención a este párrafo:

Todas las medidas de protección y fomento que la Ley establece sólo cobran sentido si, al final, conducen a que un número cada vez mayor de ciudadanos pueda contemplar y disfrutar las obras que son herencia de la capacidad colectiva de un pueblo. Porque en un Estado democrático estos bienes deben estar adecuadamente puestos al servicio de la colectividad en el convencimiento de que con su disfrute se facilita el acceso a la cultura y que ésta, en definitiva, es camino seguro hacia la libertad de los pueblos.

Dentro de este mimo y desvelo por el patrimonio de todos, los bienes declarados de interés cultural gozarán de singular protección y tutela, según el artículo 9 del Título Primero.

El Bien de Interés Cultural que nos ocupa tiene la categoría de Monumento, al entrar dentro de aquellos bienes inmuebles que constituyen realizaciones arquitectónicas o de ingeniería u obras de escultura colosal siempre que tengan interés histórico, artístico, científico o social.

Esta calificación refuerza aún más, si cabe, la obligación por parte de sus propietarios o titulares de derechos reales, de ser conservados, mantenidos y custodiados (artículo 36, apartado 1º), ejecutando para ello las actuaciones exigidas. En caso de no cumplirlas, la Administración competente, previo requerimiento a los interesados, podrá ordenar su ejecución subsidiaria.

Finalmente, el Artículo 39 en su apartado 1 recoge que los poderes públicos procurarán por todos los medios de la técnica la conservación, consolidación y mejora de los bienes declarados de interés cultural. En el caso de bienes inmuebles (apartado 2) añade que dichas actuaciones irán encaminadas a su conservación, consolidación y rehabilitación.


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